lunes, 24 de junio de 2013

Fantasías eróticas


¿Quién no se ha imaginado alguna vez que un fornido y uniformado caballero llegaba a su domicilio poniendo cualquier excusa laboral, para terminar dando rienda suelta a la pasión? 
Sí, yo tampoco.

Viernes, poco más de las 12 de la mañana. 
Tras un rato entretenida merodeando por casa, suena el "telefonillo". Se oye entrecortado, pero es suficiente para cerciorarme de que sí, que es él: El revisor del gas.

Mientras sube, corro para terminar de recoger alguna cosa. 
Me tomo una mini-pausa para coger aire, me atuso el pelo y me miro al espejo. 
Tampoco sé por qué hago todo este ritual si voy vestida con una camiseta de hombre de Primark y mallas que dejan entrever mis paliduchas piernas. 
Pero estoy nerviosa. Es mi primera vez.

Le abro la puerta con mi mejor sonrisa. Se sorprende. Yo también. Él esperaba a un hombre. Y yo, había idealizado demasiado ese mito erótico.
Es él quién intenta romper el hielo diciendo: "Hasta la cocina, ¿no?" 
Boquiabierta le digo que "hasta dónde consideres oportuno".
Como podréis observar, los diálogos no tienen nada que envidiar a los de una película porno.

Deja las cosas, y no sé en qué momento hemos cogido la suficiente confianza como para pedirme permiso para ir al baño. Me enseña sus manos llenas de grasa como muestra de que realmente lo necesita para ponerse a la faena.

Hechos los preliminares, me dice que tiene que bajar a comprobar los niveles de no sé qué historias. 
Y ahí me quedo yo en medio del pasillo, totalmente a medias.

Está de vuelta. Estoy segura que de camino iba pensando cómo podría iniciar una conversación. Y así lo hace ver al preguntarme si mi padre era profesor (supongo que es el nuevo: "¿estudias o trabajas?"). 
Casualidades de la vida se llama igual que uno que le daba clase en el instituto.

Revisa la caldera. 
No sé cómo comportarme: hago que hablo por el whatsapp, me ato los cordones de los playeros, abro ventanas, lo miro de reojo...
Pero sin saber cómo, hemos llegado al punto álgido de nuestra relación: Yo me relajo y él profundiza. 
Nos dejamos llevar:

Se llama Pablo, 36, acento asturiano. Antes de que le dijera que era enfermera, ya sabía que había sufrido un infarto, que era asmático y que tuvo una lesión de fibras musculares.

Es un tipo simpático. Mucho. (Ya sabéis lo que quiero decir con eso).

Intuyo que termina su labor. 30 minutos, ¡es todo un campeón!
Le ofrezco algo de beber para reponerse del desgaste.

Está satisfecho. Se le nota en esa media sonrisa que ponen los hombres después de un trabajo bien hecho.

Nos despedimos deseándonos un buen día y manifestándonos mutuamente el placer de habernos conocido.

Cierro la puerta dándome cuenta de que lo único que me queda de él, es el número de información de la compañía escrito en un imán que pondré en la nevera.

Pablo, si me estás leyendo, te mando un beso.


3 comentarios:

  1. jajajajaja que grande eres! te estas viniendo arriba con tantas entradas eh?

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  2. jajajajajajajajajajajajajajajjajajajajajaja me partooo jajajaja q grandeee tiaa!! :P

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  3. Te paraste alguna vez a pensar que puedes dedicarte a esto de escribir? Yo que tú me lo pensaría y empezaría a poner manos a la obra... Enhorabuena!!!

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